“Y muchos se han imaginado repúblicas y principados que nunca se han visto ni se ha sabido que existieran realmente; porque hay tanta diferencia de cómo se vive a cómo se debe vivir, que quien deja lo que se hace por lo que se debería hacer, aprende más bien su ruina que su salvación: porque un hombre que quiera en todo hacer profesión de bueno fracasará necesariamente entre tantos que no lo son. De donde le es necesario al príncipe que quiera seguir siéndolo aprender a poder no ser bueno y utilizar o no este conocimiento según lo necesite”. Nicolás Maquiavelo nos cuenta cuáles deben ser el comportamiento y gobierno de un príncipe con súbditos y amigos, en el capítulo 15, de “El Príncipe”.
Si consideramos que la primera publicación de esta obra fue en 1532, 490 años después, sigue viva en muchos estados perpetuados por gobernantes preocupados por su propio ombligo, la idea que concibiera el politólogo italiano: la relación del hombre con el poder. Está claro que Maquiavelo estuvo influenciado por la época que le tocó vivir pero su tratado es un texto cargado de observación de los acontecimientos que extraen una lección política. Con los años se hizo famoso el concepto de “lo maquiavélico” para poner de relieve que “el fin justifica los medios”. No, el fin no siempre justifica los medios.
Un Estado contempla lo macro. Llegar a lo micro se antoja utópico. La burocracia insultante de un Estado llega demasiado tarde a las personas que necesitan respuestas inmediatas: empleados, autónomos, pymes. La R.A.E. nos aporta en su primera acepción para burocracia: “Organización regulada por normas que establecen un orden racional para distribuir y gestionar los asuntos que le son propios”. En su tercera acepción comienza a profundizar: “Influencia excesiva de los funcionarios en los asuntos públicos”. Es la cuarta acepción la que nos lastra en estos tiempos: “Administración ineficiente a causa del papeleo, la rigidez y las formalidades superfluas”.
Los responsables de un gobierno en particular (el que sea) hace tiempo perdieron el sentido de “servicio público”, de honesta responsabilidad. Quienes sí la tienen, su voz y sus acciones, no llegan donde deberían. Y en esas estamos cuando un coronavirus nos visita y nos muestra de golpe, sin anestesia, lo vulnerable que somos. Lo desprotegidos que estamos. La falta de agilidad, la lentitud regulada por normas excesivas e ineficientes. Papeleo, rigidez, superfluidad.
Y, entonces, te llama un amigo que la semana anterior ha perdido su puesto de trabajo y no sabe si cobrará la indemnización porque no atinan a decirle las causas de tanta burocracia. Su corto plazo es desesperante y el Estado no está ahí para reaccionar rápido. Muy poco nos paramos a pensar cómo esto afecta en la autoestima, en el estado emocional, psicológico y social de las personas.
Si de Maquiavelo concluimos que el fin no siempre justifica los medios, la insultante burocracia de nuestro sistema (cada vez más pesado) y sus gobernantes de mediocridad notoria (la UE, por ejemplo, ha reconocido que tardó en darse cuenta de la crisis del coronavirus y observamos, por otro lado, cómo va por detrás de la actual crisis económica), sabes que de la única manera que podemos salir de esto es con más humanidad y no tienes dudas de que el paradigma en el que vivimos, o cambia o seguiremos navegando hacia una oscuridad social muy compleja y lánguida.
Cuando contemplas derrumbada a una persona de tu entorno (un amigo y los miles que hay en su misma situación), lo que hoy no vemos (o no queremos ver) es que esto nos lleva a un lento pero inexorable empobrecimiento económico y social, burocracia (y burócratas) incluida. Cierta anestesia social nos invade. Es deseable y necesario que el sopor no nos deje cómodamente adormecidos.