De nadie. Así de simple, así de complejo. A lo largo de mis años de experiencia en el mundo comercial (ahora como formador y consultor, lo sigo siendo), he escuchado y debatido sobre un tema que, desde el ego de las empresas, tiene acérrimos defensores. Durante un determinado tiempo, asumimos que “el cliente siempre tiene la razón” y que “el cliente es de la empresa”. Existe el profesional de la venta porque existe una resistencia a la compra por parte de los consumidores, de los compradores.

En un mercado perfecto o en una sociedad idílica, las personas sabrían lo que quieren y no tendrían la necesidad de tener que tomar decisiones, asumir riesgos o ser asesoradas por comerciales. Pero no funcionamos así por mucho marketing o inteligencia artificial que tengamos a nuestra disposición. De momento, nos movemos por emociones. El futuro nos irá sorprendiendo; para bien o para mal. Una rápida mirada a nuestro corto pasado, nos permite observar cómo actuamos las personas.

¿Qué le preocupa al cliente? Entre tantas variables, el precio. Éste está sujeto al miedo psicológico de tomar la mejor decisión posible al menor importe de compra que, al mismo tiempo, genera la duda de si ese producto o servicio tendrán la calidad esperada. En una situación como la actual (alta inflación, subida del I.P.C., volatilidad de los precios y disponibilidad de las materias primas, inestabilidad en los mercados o falta de liderazgo político), es razonable que el precio, y sus miedos, preocupen al comprador.

Otra de las cosas que le preocupa a un cliente es que lo que nos compre, tenga un real valor agregado. Asumido el precio que está dispuesto a pagar, debemos asegurarnos de haber comprendido sus necesidades y que vamos a aportarle ahí donde nos ha contado que flotan sus dudas, inquietudes, sus preocupaciones. Si hemos realizado un buen análisis de necesidades y una sólida escucha activa, tendremos información de sobra para saber dónde añadir eso extra que espera recibir y sin pedirlo.

Esto lleva, indefectiblemente, a querer diferenciarse. En mercados tan maduros (incluso en los sectores tecnológicos ya empieza a haber una estabilidad de servicios) todos dicen agregar valor pero pocos se diferencian. Está claro que hay que tener algo de músculo financiero para invertir. Es una realidad que hay que permitir que fluya la creatividad. Es una obviedad que las empresas necesitan tener responsables sin prejuicios o querer apalancarse en sus puestos de trabajo. Diferenciarse es ocuparse.

¿Con qué fin, le preocupa al cliente, el precio, agregar valor o diferenciarse? Con el de obtener beneficios. Si nuestros clientes pueden obtener beneficios podrán mejorar la experiencia de sus consumidores y, por supuesto, de sus trabajadores. Habrá excepciones (y no pocas) pero no conozco a ningún empresario que no tenga claro que “cuidando” a su cliente interno, en los beneficios globales, ganan todos. ¿Qué impide que esto ocurra? Entre otras cosas, la alta carga impositiva desde el Estado.

Podríamos argumentar mucho más pero la enorme complejidad, a la hora de tomar una decisión sobre un producto o servicio de una empresa u otra, nos lleva a comprender que quien se jacte de que los clientes son de la empresa, posiblemente, mira con las luces cortas de una visión estratégica orientada a una orientación a resultados cortoplacista y de supervivencia. Como en el amor, al cliente hay que seducirlo para cuidarlo y mimarlo en el medio y largo plazo. Complejo y fascinante reto diario.

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