1631. Félix Lope de Vega y Carpio compone El castigo sin venganza. Cuatro años después, su vida se apagaría. El Siglo de Oro español estaba llegando a su fin y, con él, una enorme generación de artistas y escritores, propios del período en el que el imperio español fue amo y señor del mundo.

Vivimos una época en la que se pretende buscar la felicidad de forma infantil. Ello, puede ser el primer paso hacia la frustración. Lope de Vega nos recuerda que la vida tiene drama y comedia. Aprender a madurar nuestras emociones, nos permitirá tener una vida plena. Autoconsciencia y autoconocimiento para encontrar nuestro verdadero camino y no el que otros elijan por nosotros.

Tuve la oportunidad de ver esta magnífica obra en El Teatro de la Comedia (Madrid) en diciembre de 2019. Una soberbia puesta en escena dirigida por Helena Pimenta y bajo la versión de Álvaro Tato. Quienes sólo somos espectadores, ante semejante obra, abruma y se tarda unos largos minutos entrar en la vertiginosa interpretación de un gran elenco de actores. Quizá, decir que lo dejan todo sobre el escenario sea una obviedad pero es que, desde nuestra ignorancia sobre las tablas, sólo se me ocurre una palabra: admiración.

La actuación de Beatriz Argüello, en el papel de Casandra, sencillamente enamora, seduce; contagia energía, pasión, drama… No menos brillante está Rafa Castejón, dubitativo, temeroso y enamorado Conde Federico. Solidez y presencia aporta Joaquín Notario, como el Duque de Ferrara. Si bien la obra danza alrededor de estos tres protagonistas, el resto de actores enmarcan una hora y 40 minutos de teatro con mayúsculas.

El sexo, el amor (ese que, por momentos, duele), la envidia, el poder, las relaciones interesadas, los miedos y muchos otros condimentos, se ven reflejados en las luces y sombras de la propia condición humana. ¿Ha cambiado algo casi 400 años después de la publicación de esta reveladora obra de este madrileño ilustre? Poco me temo que no. ¿Es una mala noticia? No. Porque somos humanos, la vida nos duele y nos alegra. No siempre a partes iguales.

El teatro es un gran refugio para, no sólo reforzar nuestra cultura, nuestra educación, sino también para recordarnos, con este tipo de obras atemporales, que somos imperfectos y que, eso, nos hace únicos. Conviene recordarlo en una era de altas tecnologías y donde, en cierta medida, muchas voces pretenden un eterno camino hacia la felicidad permanente, perpetua. Camino sinuoso, largo y complejo pero que, si se pretende inmaduro, el resultado frustrante estará servido en la mesa de quienes, por un motivo u otro, ocultan un viaje profundo y necesario para descubrir algo más elevado: la propia vida plena.

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