De pequeño, recuerdo haber escuchado alguna vez a mi padre decir aquello de que “nada es gratis en esta vida”. Todo tiene un precio. Hasta el acto más inocente esconde un precio detrás. En el mundo de las ventas, sabemos que esto es verdad: nada es gratis. Sin embargo, colectivamente, solemos fingir (por ignorancia o por no querer aceptar la realidad delante de nuestros ojos) que siempre hay algo o alguien bondadoso que nos provee una satisfacción que calme nuestra ansiedad más primitiva. En el fondo hay una palabra que nos nuclea como especie: miedo. Éste, tiene diversas formas de manifestarse. El sentido de no pertenencia es una de ellas.
Desde el mismo momento en que nos registramos masivamente a una cuenta de correo electrónico (Hotmail fue la primera en 1996), nuestras vidas comenzaron a tener una exposición que, en aquel entonces, no lograríamos identificar. La prehistoria del mail se remonta a principios de los años setenta. Como todo en esta vida, no hay cosas buenas o malas. Existe un servicio de cuenta en internet. Qué se haga con él, en algunos aspectos, puede escapar a nuestro control. Hoy, sabemos que una foto en la red (Facebook, Twitter o Instagram, por ejemplo), puede tener una repercusión inesperada por ingenua que sea nuestra intención.
Entonces, en millones de casos, aparece en escena nuestro ego y, su afán de protagonismo, puede jugarnos una mala pasada. Esa valoración excesiva de uno mismo, ¿nos permite reconocer ciertos riesgos? Por nimios que sean, existen riesgos. Lo que nos provee la mayor de las comodidades inventadas por el hombre y apoyada por las nuevas tecnologías puede ser también nuestro propio enemigo: el móvil. Tenemos la delicada toma de decisión, sobre una foto o vídeo que hacemos, y subirla o no subirla, al universo de lo desconocido; confiamos en que todo lo que mostramos al mundo virtual está “controlado” por nosotros. Pero, una vez que lo subimos… ya no es nuestro.
…Y acudimos, morbosamente, al gran espectáculo de una era que tiene muchos nombres, muchos gurús, muchos expertos de todo y sabios de nada. Acudimos a una era en la que una imagen, que hasta hace no tanto era un recuerdo casi ingenuo de algo o alguien, ha pasado a ser la sospecha del miedo. El poder de una imagen puede mostrar el instante de una cara, idealizado por ese ego nuestro que se pasea exultante delante de quién nos observa. ¿Qué veríamos del otro lado de la imagen? ¿Qué veríamos en el lado “oscuro” de nuestro ego?
Trabajar la autoconsciencia (que nos llevará a conocernos mejor), profundizar en nuestra historia puede ser una interesante forma de comprender el valor de nuestra imagen y su exposición pública. Nunca una época ha sido tan ingenua como esta y, sin embargo, escaparnos de nuestra responsabilidad más primitiva puede llevarnos a buscar chivos expiatorios, excusas huecas pero, pocas veces, a asumir una maduración que, de momento, no está ni se le espera. La infantilización de una sociedad puede ser el reflejo de una imagen en cualquier área de internet. Un espejo de cuanto nos queda por abandonar la adolescencia en esta era digital que no pidió permiso pero que delata el largo y sinuoso camino hacia la responsabilidad individual; hacia una libertad bien entendida. Y todo por el poder de una imagen.