Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) nació y murió en la misma ciudad: Madrid. Escritor del Siglo de Oro español, donde el arte y las letras fueron durante casi 100 años insignia cultural de un imperio (político y militar) en auge. Se considera, la Reconquista, el Descubrimiento de América y la publicación de la Gramática castellana, como año (1492) de inicio de este período. La muerte de Calderón de la Barca se estable (con el paso del tiempo y hasta nuestros días así lo entienden muchos historiadores) como fin de esa época de excelencia en lo cultural. Arte, literatura y pensamiento, brillaron por encima de todo.
El pasado 12 de marzo, atraído por descubrir lo que los clásicos nos revelan siglos después, asistí (Teatro de la Comedia, Madrid) a la representación de El príncipe constante (escrita en 1629 y publicada en 1636) de Pedro Calderón de la Barca. 14 actores. Cuatro músicos. Dirección y versión de Xavier Albertí. Producción de la CNTC (Compañía Nacional de Teatro Clásico) de la que, una definición de su director Lluís Homar, nos arroja luz a esa atracción, a esa revelación: “Los clásicos son un excepcional tesoro que el patrimonio cultural de un idioma nos ofrece. De nosotros depende leerlos solamente desde su belleza formal o arrancarles también todos los secretos que contienen. Secretos que nos pueden revelar las profundas conexiones con la época que los vio nacer y que alimentan nuestra comprensión del largo camino que nos conecta con ellos”.
Estos tiempos de pandemia nos manifiestan secretos que, como los clásicos mismos, nos invitan a realizar un viaje interior; incómodo, sinuoso, largo, necesario. Tiempos enigmáticos como el mismo Calderón de la Barca. El príncipe constante no es una obra sencilla. Versada de principio a fin, aflora la admiración a esos actores que, en dos horas sobre el escenario, recrean la historia real de Fernando de Portugal en tierras marroquíes durante el comando de un asalto a la ciudad de Tánger. Éste cae prisionero del rey moro con la pretensión de cambiarlo por la ciudad de Ceuta. El conflicto se profundiza cuando Fernando se niega (pese a que, en Lisboa, “dueños” de la ciudad mediterránea, aceptan el trato) en nombre de la fe cristiana y de todas las almas allí convertidas. Muere en cautiverio con todo tipo de privaciones, torturado y en la más absoluta miseria. Fernando se transformará en un mártir para su pueblo.
Define la RAE, constancia, como “firmeza y perseverancia del ánimo en las resoluciones y en los propósitos”. Así mismo, en su primera acepción, nos dice sobre la libertad: “Facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos”.
La constancia de Fernando y su libertad de obrar, nos aportan dos grandes valores épicos, ayer y hoy. Aún cuando su liberación era posible, se aferra a sus convicciones mostrándonos que la verdadera autonomía está dentro de nosotros mismos, en ese viaje interior profundo que no todo el mundo está dispuesto a transitar. Casi 400 años después y en una era de absoluto vértigo, Calderón de la Barca nos invita a reflexionar, durante este primer cuarto del siglo XXI, sobre nuestra libertad individual y la constancia para obrar en la búsqueda de una excelencia personal e intransferible. En unos valores propios que conecten con nuestro entorno y que contribuyan a escapar de la mediocridad y seguir creciendo como sociedad.