Hace unos días entré en una tienda de deportes (de una marca internacional muy reconocida) para comprarme un par de zapatillas de correr. Llevo más de 10 años utilizando sus modelos y, si bien he probado con la competencia, vuelvo siempre a esta. La comodidad, flexibilidad, amortiguación y, por qué no, la costumbre, hacen que repita experiencia. Por lo tanto, acudí a dicha tienda muy convencido de lo que iba a llevarme.

Más allá de los colores y modas (no entro en esas cosas), tengo claro el modelo, la talla y las características según la superficie. En este caso eran para asfalto. Mi compra era tan sencilla y básica que, otro tipo de calzado para un terreno mixto, las terminé comprando por internet debido a los problemas de falta de stock que hubo a finales del pasado año. Las recibí en casa, me las puse y a correr, sin más.

Mientras estaba observando los colores y características mínimas (había cuatro para elegir), se presentó un vendedor de mediana edad. Me saludó y empezó a hacerme preguntas del porqué de esa elección y si no había probado otros modelos de la casa. Le respondí que sí pero que tenía muy clara mi compra y que le agradecía su amabilidad. Son esos casos en los que no necesitas asesoramiento.

Mi incomodidad se generó cuando esta persona insistió en resaltar las diferencias técnicas entre ambas zapatillas. Por respeto lo seguí escuchando mientras no paraba de hablarme de las bondades de otros modelos, incluso más caros, cuando ya le había manifestado que no soy un corredor que necesite más que lo que sé que utilizo para mis salidas. Estuvo unos tres minutos por reloj (mucho tiempo) con su discurso.

En un determinado instante, lo interrumpí y volví a agradecer su atención y explicación y me dirigí a la caja a pagar. Me acompañó parte del recorrido y se despidió cortésmente. Desde el punto de vista de la atención esmerada y los conocimientos técnicos, nada que objetar. Desde el punto de vista de la escucha activa y la observación, cero. La cercanía y simpatía, sin un análisis de necesidades, frustra al comprador.

¿Cuál es el modo o la forma de atención idónea? Desde mi punto de vista, no existe. Lo que sí hay es el saber estar y saber ser del vendedor o dependiente. Cada consumidor es un mundo y debemos estar atentos a las señales que éste nos proporciona. Nuestra educación, las habilidades sociales, saber escuchar más que hablar e interpretar las necesidades, marcan la diferencia entre un vendedor profesional y otro que no lo es.

Si como profesionales de la venta (un dependiente lo es), observamos que el cliente tiene muy clara y definida la compra, no hay más que agradecerle su visita, saludarlo, desearle un buen día y que vuelva pronto. Dejar un recuerdo “correcto” es lo idóneo. Si el día de mañana, volvemos a esa tienda, seguro que buscaremos a ese vendedor para que nos asesore cuando no tengamos tan claro lo que queramos comprar.

Si el vendedor, ante las dudas del consumidor, detecta que puede ayudar, ahí será un buen momento para formular preguntas abiertas y cerradas e interpretar qué y cómo necesita ese producto o servicio. Con sus propias palabras y argumentos, podremos agregar valor, demostrar profesionalidad e interactuar lo justo y necesario para dejar una buena huella en cada experiencia de compra.

Hacer escucha activa, saber observar, ser empáticos e interiorizar, gestionar y plantear buenas preguntas abiertas y cerradas son habilidades esenciales para que una persona se convierta en un buen vendedor. Aparte de otros factores que también influyen, la satisfacción a la hora de ayudar a alguien en su decisión de compra nos genera una dicha personal inexplicable… o no.

Escribió Adam Smith: “Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de éstos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla. Tal es el caso de la lástima o la compasión, la emoción que sentimos ante la desgracia ajena cuando la vemos o cuando nos la hacen concebir de forma muy vívida”. Así comienza, este economista y filósofo escocés, una de sus obras cumbre: “La teoría de los sentimientos morales” (1759). Toda una declaración de intenciones para comprender la magia de la venta.

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