Algo que siempre me gusta resaltar es que una persona que no se lidera a sí misma, nunca podrá liderar a los demás. Para inspirar a los demás, hay que imperar sobre uno mismo. En muchas ocasiones, ese liderazgo propio puede venir propiciado por situaciones que ponen a la persona al límite ante un drama o ciertas complejidades que lo llevan a buscar ayuda profesional o a realizar un trabajo de introspección profundo. La autoconsciencia y el autoconocimiento nos llevan a aplicarnos los conceptos de la inteligencia emocional. La experiencia y la madurez van haciendo al resto del trabajo para moldear al líder.

El aumento de la polarización social (a nivel mundial) tiene como denominador común, la complejidad de un mundo altamente conectado, tecnologizado y con necesidad de inmediatas respuestas. Tiene que ver, en gran medida, con la falta de grandes líderes que tomen decisiones (sobre todo en el ámbito político). Vivimos una gran mediocridad de gestores faltos de emoción y de orientación a las personas y es lo que se reclama en el fondo. Esto, de alguna forma, también se puede trasladar al mundo de la empresa donde la dirección general debe dar un paso firme y asumir estos cambios. La gestión es fundamental pero las personas están primero. Si éstas se sienten lideradas, serán más proactivas, encontrarán sentido y pasión a lo que hacen, obteniendo mejores niveles de satisfacción. Eso sí, quienes no «lideran» tienen que aprender las claves del liderazgo también. Todos debemos asumir un rol de liderazgo propio. La pasividad, ha quedado demostrado, no conduce a buenos resultados.

Tiene que haber un cambio de mentalidad en nuestra gente; no por imposición. Se debe “enamorar” con propuestas, proyectos o tareas diarias que motiven y emocionen a nuestros colaboradores. La digitalización está ocupando los titulares de nuestra evolución y eso aleja a las personas de su compromiso. La crisis del coronavirus está mermando la capacidad de reacción de las personas. Quienes lideran tienen un reto mayúsculo sin olvidar que un líder debe tener sus vías de escape y no podemos considerarlo un superhombre o una supermujer.

Esto nos lleva a comprender que debemos evolucionar hacia un liderazgo colaborativo; donde la comunicación e información entre departamentos debe ser honesta, transparente y fluida; donde la colaboración sea altruista, más «humana» y menos egoísta; más participativa y proactiva pero que esa visión que toda organización debe tener sea comprendida (¿cómo comunicamos?) y compartida por los empleados; donde la comunicación y el diálogo sean una constante y todas las personas sientan que su «voz» es realmente escuchada; donde la escucha activa y el saber observar sean claves en ese «diálogo» que inspire confianza y compromiso.

Estos fundamentos para apostar por un liderazgo colaborativo deben ser asumidos por la dirección general y hacerlos suyos, revisando el modelo estructural y siendo más flexibles en sus directrices. De otro modo, seguiremos tropezando con la misma piedra de una «normalidad» caduca.

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