En unos días, se cumple un año de mi último concierto antes de que la pandemia nos privara de degustar, ver y escuchar música en directo. A la espera de retomar esta bendita forma que tenemos las personas de vincularnos, vuelvo sobre unas líneas que escribí tras ese magnífico espectáculo de uno de los más grandes músicos del mundo del jazz…
Wynton Marsalis nació en Nueva Orleans en 1961. Repasar su dilatada trayectoria sería una osadía por mi parte. Sólo referenciar que ha tocado con monstruos del jazz como Herbie Hancock o Dizzy Gillespie, entre otros, y que tiene una enorme influencia (no desmerecido por ello) del soberbio director y compositor Duke Ellington, nombre ilustre en el altar del jazz. Marsalis es una leyenda viva (por derecho propio) de este género sencillo y complejo a la vez. Bello y perfecto por donde se lo mire. Por ello, ir a verlo (por primera vez) es una celebración en sí misma y si, encima, toca en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional de Música de Madrid, la excelencia está garantizada.
El primer día del mes de marzo de este dos mil veinte estaba llegando a fin cuando, a las 20:00 h, apareció sobre el escenario, la Lincoln Center Orchestra, dirigida por este excelso trompetista y compositor estadounidense. 15 músicos. 15 profesionales de pies a cabeza. Lejos de que pueda ser un artículo extenso y denso, creo más que justificado, mencionarlos: Dan Nimmer (piano), Obed Calvaire (batería), Carlos Henríquez (contrabajo), Kenny Rampton, Marcus Printup y Ryan Kisor (trompetas), Ted Nash (saxofón, clarinete y flauta), Chris Crenshaw, Vincent Gardner y Elliot Mason (trombones) y, por último, Victor Goines, Camille Thurman, Sherman Irby y Paul Nedzela (saxofones y clarinetes).
Marsalis se ubica en la parte trasera de un grupo perfectamente apiñado, sólido y certero. Marsalis es un claro ejemplo de un líder que hace hacer. Presenta a cada miembro, cuenta pequeñas anécdotas y, cuando cada músico interpreta un solo, su voz aporta un halo de guiño y motivación; de aprobación y celebración. En un par de ocasiones, ha habido interpretaciones del gran pianista y compositor, Thelonious Monk; el resto, obras propias de los integrantes de la orquesta. Si hablamos de trabajo en equipo, la Lincoln Center Orchestra, no puede ser mejor ejemplo de ello.
Cuando estás ante semejante maquinaria tan bien engrasada, sólo puedes leer entre líneas el gran trabajo que existe detrás: horas y horas de dedicación; mucho esfuerzo; relegar otras cosas; pasión por lo que se hace; respeto y admiración por el compañero; asumir el liderazgo de un personaje que viene a aportar y no a “mostrarse” y eso es lo que hace, a un líder, humilde. Wynton Marsalis, lo es. Extrapolar esto a la empresa es muy complejo ya que no todo el mundo hace lo que le gusta. Suele imperar el “se hace lo que se puede”. La música nos regala un gran aprendizaje, no exento de sacrificios bien entendidos.
Llegar a comprender esto es clave si queremos tener equipos de trabajo bien cohesionados y comprometidos. Queda mucho camino por recorrer pero ninguno de esos músicos están sacados de una serie de Netflix. Son personas de carne y hueso que dedican un tiempo que no está escrito para formar parte de algo superior a ellos mismos. Un proyecto que ilusiona y genera orgullo de pertenencia. La música, el jazz en este caso, nos ilustra con un líder y un equipo que comprenden perfectamente que cuando se juntan los talentos y las habilidades, el resultado final (sabiendo que habrá contratiempos) puede ser maravilloso, feliz; soberbiamente perfecto.