Un concierto de jazz en uno de los clubes (o sala) más conocidos de Madrid, invita a ver artistas magníficos pero no mediatizados por lo que la “intimidad” está garantizada. Ocurrió durante este pasado diciembre. No importa el nombre de la sala; no importa el nombre del grupo. De Miles Davis aprendí el arte de la improvisación en directo como una norma, una constante de mejora. Por supuesto que existen unas “reglas” pero, el trompetista de Illinois, tenía unos niveles de excelencia tales que permitía errores de sus músicos; ello, lo estimulaba a subsanar el error desde su creativa invención.
Suele darse que, durante largas sesiones, cada intérprete realice un solo con su instrumento musical para demostrar sus destrezas y deleitar al público en esa comunicación bidireccional de plena felicidad ante el disfrute. Ocurre en muchos grupos musicales pero el jazz lo lleva en sus venas. Me considero un melómano y, mi entusiasmo y pasión por la música, me llevan a escuchar y observar todo lo que hacen los protagonistas durante el evento. No sé nada de música pero contemplo con mucho interés la comunicación entre los distintos artistas arriba de un escenario.
Viendo a este grupo, en una larga interpretación, comienza el momento de los solos. Empieza el pianista, le sigue el saxo, la trompeta y quedaban el bajo y la batería. Cuando llega el momento del bajista, mi percepción es que no encajaba con la propuesta global del resto del grupo. Ocurrió en dos oportunidades y fueron, por lo menos para mí (como espectador), muy notorias. El exceso de sudor, su rostro e incomodidad corporal indicaban que algo no iba bien. Su solo no estaba acoplado a lo propuesto. Con el correr del concierto, el líder agradeció a algunos de los músicos su implicación.
Fue quedando claro que, salvo un par de actores, el resto había sido convocado para la ocasión. Algo que puede ser más normal de lo que podamos creer. De hecho, en la presentación de los músicos, el líder se equivocó, forma notoria, en el apellido de uno de ellos y éste tuvo que corregirlo. Nada importante, por supuesto. Si no comentara estos detalles de observación, que quedan en una anécdota, el concierto pasaría a un segundo plano y no es así; ha sido una verdadera maravilla. Nuestro amigo bajista seguro que pasó un momento de tensión interna importante.
En la segunda ocasión de uno de sus solos, repitió dos veces: “No estoy preparado para esto”. Se le leyó perfectamente en los labios. Percibido por sus compañeros, ¿qué ocurrió? El espíritu de equipo, apareció. No hubo egos, el “clima laboral” no se vio enturbiado. Hubo comunicación interna: su propio código “salvó” cualquier momento inoportuno. Los valores y la cultura del arte del jazz, prevalecieron. La integración de “nuevos miembros” no se vio afectada por nada que no tuviera que ver con el objetivo primordial: disfrutar del espectáculo en una verdadera cohesión.
Cuando estamos comenzando un nuevo año, esta experiencia me permite abrigar la esperanza de trabajar, en nuestras empresas y con nuestros equipos, la integridad de las personas (honestidad y juego limpio), la pasión representada en el sentido de pertenencia de los colaboradores, la solidaridad y lealtad ante la diversidad, la disciplina como parte de nuestra responsabilidad y hacia los otros y, por último, el respeto entre compañeros y responsables. Un concierto de jazz puede darnos alegría por la vivencia experimentada pero también un aprendizaje llevado a nuestro día a día laboral.