Solemos ir y venir de las emociones que nos provoca el fútbol como nos ocurre con el amor, con las amistades, las relaciones familiares, la política y un sinfín de debates apasionados que, por lo menos en el mundo latino, vivimos desde los tiempos de los tiempos. La madrugada del domingo pasado (para quienes estamos en España), Argentina levantó su 15ª Copa América del deporte rey. En el mítico, frío y casi vacío estadio Maracaná. En la casa del organizador, Brasil. Contra el eterno rival liderado por Neymar.
Leo Messi, por fin, ve coronado su sueño de tener un título deportivo con la albiceleste. Tan comparado con la figura de otro mítico 10, con la presión de un país necesitado de héroes y con todos los detalles más ridículos que las redes sociales exhiben sin límites. Tiempos modernos. Alegría descomunal en época de pandemia. El show debe continuar. 28 años después, Argentina se ha quitado las telas de araña y vuelve a obtener un trofeo para un país en el que el segundo puesto no vale de nada. Duele recordar como a enormes deportistas y embajadores nacionales como Gabriela Sabatini o el recientemente fallecido, Carlos “Lole” Reutemann, por no haber llegado al número uno, se los tildó de fracasados…
En 2001, el periodista argentino Rodolfo Braceli (Mendoza, 1940), publico un ensayo titulado “De fútbol somos”. De esos libros que, vuelta a vuelta, se pueden abrir en cualquier página y disfrutar verdades como un puño: “…Soy del parecer que la ciega veneración del fútbol es tan solo eso, ciega, como puede serlo su sistemática demolición. Con frecuencia, desde el llamado pensamiento crítico, se alienta una confusión: culpar al fútbol de lo que, en ocasiones, se hace con él. Vendría a ser como culpar a la energía atómica por lo que a veces se hace con ella. El fútbol en sí mismo no es la causa de los males de nuestro tiempo. A través de él emergen lacras y miserias de nuestro mundo. El fútbol no causa ni agrava: espeja”.
Cuando ponemos ejemplos que ilustran lo que anhelamos, nos sentimos orgullosos de dichas figuras porque es, desde lo individual, a lo que aspiramos y deseamos. Rafa Nadal o Pau Gasol son una clara demostración de ello. A quienes nos gusta el rugby, solemos aplicarlo como ese deseo idílico de lo que, como sociedad, aspiramos a ser pero la masa (sin connotación negativa de desprecio o falta de respeto a lo que ella implica o genera) no entiende de razones más que las emociones que dicta el corazón. La balanza, en la mayoría de los casos, se inclina hacia los mandatos del cuore.
Braceli nos invita a seguir reflexionando: “En todo caso el fútbol, como ninguna otra actividad y/o divertimento, muestra cómo somos y cómo no somos. El espejo no tiene la culpa de los que refleja. La radiografía no tiene la culpa de los tumores”. 20 años después, parecen escritos de esta misma semana.
El show debe continuar. Messi y Argentina, en lo más alto de la cúspide mundial. Festejamos la victoria como propia sabiendo que podemos volver a lo amargo de una derrota. La vida misma. Hacer consciente esto es un buen ejercicio de sinceridad popular para no ser derrotistas ni demasiado optimistas, según sea la vivencia del momento. Si el fútbol es capaz de despertar lo mejor y lo peor de una masa, reflejarnos en él puede ser un buen ejercicio para comprender mejor qué clase de sociedad queremos “ser”… o no, quizá la pasión de multitudes que desprende este deporte, nos permita reflexionar como, a pesar de todo, practicar la compasión es algo diario que debemos tener presente para, desde lo individual, ser mejores en lo colectivo.