“En nuestra sociedad se desaprueban, en general, las emociones. Si bien pueden caber muy pocas dudas de que todo pensamiento creador, así como cualquier otra actividad espontánea, se hallan inseparablemente ligados a las emociones, el vivir y el pensar sin ellas ha sido erigido en ideal. Ser “emotivo” se ha vuelto sinónimo de ser enfermizo o desequilibrado”. Erich Seligmann Fromm (1900-1980) fue psicoanalista, psicólogo social y filósofo humanista. De origen judío alemán, publicó “El miedo a la libertad” (1941).

Tres noches consecutivas. La oscuridad de la playa. El cielo cubierto. El cielo estrellado. La inmensidad del universo en una observación vana del basto espacio que nos rodea. Imposible comprender tanto. La desnudez del cuerpo que quiere experimentar hasta dónde puede llegar el miedo a la libertad. ¿La oscuridad como sinónimo de aprobación de las emociones propias y ajenas? Ellos quisieron comprobarlo. Sin nada planeado. Fluir como las olas del mar que rompen una y otra vez. Miradas y sonrisas cómplices.

Fromm sigue razonando: “Al aceptar esta norma, el individuo se ha debilitado grandemente; su pensamiento ha resultado empobrecido y achatado. Por otra parte, como las emociones no pueden ser por entero eliminadas, ellas han de mantener una existencia completamente separada del aspecto intelectual de la personalidad; el sentimiento barato e insincero que el cine y la música popular ofrecen a millones de sus clientes, hambrientos de emociones, resultan serla consecuencia de todo esto”.

Sin saberlo (o quizá sí), sus pensamientos, emociones y acciones fueron la expresión de su propio yo y no la de un pensamiento social único que reprueba ciertas conductas. Fueron coherentes aunque los miedos, que no dudas, giraban en torno a sus mentes. No había más miedos que la exposición. No había miedo a sus mentes. Quizá la palabra dominante fue espontaneidad. Como niños pequeños que actúan libres de prejuicios. No había nada más atractivo y convincente en esos momentos. Había felicidad.

Fromm: “El amor es el componente fundamental de tal espontaneidad; no ya el amor como disolución del yo en otra persona, no ya el amor como posesión, sino el amor como afirmación espontánea del otro, como unión del individuo con los otros sobre la base de la preservación del yo individual. El carácter dinámico del amor reside en esta misma polaridad: surge de la necesidad de superar la separación, conduce a la unidad… y, a pesar de ello, no tiene por consecuencia la eliminación de la individualidad”.

Instantes de cuerpos fusionados. Libertad para caminar solos. Huellas en el mar, en la arena, en la mente y en el corazón. Él le recordó una frase de Jack London: “La función del ser humano es vivir, no existir. No voy a gastar mis días tratando de prolongarlos; voy a aprovechar mi tiempo”. Todo les parecía irreal; una locura. No quisieron etiquetas, ni nombres concretos. Sólo sabían que el amor no sabe de límites o barreras. El amor por el otro tiene que asumir riesgos; si no, no es amor. Ahí van… asumiendo riesgos.

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