Podríamos decir que una expectativa creada es un deseo (algo inmediato) por cubrir una necesidad (que no carencia) generada por una emoción (generalmente impulsiva) en un lugar y un tiempo concretos. Sea la expectativa que sea, no siempre funcionamos igual y, cómo estemos estimulados, hará que ese deseo sea potente o no nos sintamos cautivados. Todos atraemos y somos atraídos por productos o servicios que nos sacan de nuestra rutina estimulando, de forma potente, nuestra mente.
Una persona, ofreciendo, en un supermercado, una muestra de un alimento concreto sobre las 13:00 h, no tendría el mismo efecto si lo hiciera sobre las 17:00 h. Si hemos saciado nuestro apetito, no nos sentiremos atraídos por ese alimento. Aquí, se da un vínculo que debe funcionar casi a la perfección y es que una empresa pueda conocer las necesidades de los clientes para intentar satisfacerlos. Ambas partes, sin acordarlo pero conscientes, buscan una relación de intereses que dure en el tiempo.
Existe una calidad requerida (voy a un lugar -no siempre físico- concreto a buscarla) y una calidad esperada (las características del producto o servicio deseado). A partir de aquí, puede ocurrir que si la “experiencia” recibida, supera mis expectativas, esa calidad tenga un valor añadido y repita dicha experiencia. Claramente, estoy enviando un mensaje positivo al producto, empresa, sector y/o forma de comprar. Lo contrario nunca suele tener retorno y desaparece en el olvido del consumidor.
Hacía referencia a una calidad requerida y a un lugar concreto para buscarla. Hoy, la digitalización, hace que nuestros procesos de decisión de compra sean, con una estimulación “hecha a nuestra medida”, aún más complejos. Es difícil no caer en la tentación. La única forma que puede limitarnos es una razón económica: no tener dinero para adquirir un producto. Así y todo, alguien se podría buscar la vida para obtener lo que quiere a costa de “sacrificar” otras cosas. La inmediatez del muy corto plazo.
Independientemente del canal que elijamos para nuestras adquisiciones, como asesores en la atención al cliente o como clientes mismos, la experiencia de compra, es deseable, debe estar sustentada en la suficiente información y conocimiento sobre ese producto o servicio y el mejor asesoramiento posible. Lo contrario, y como introducía en este artículo, es dejarnos llevar por impulsos emocionales que, no siempre, son buenos consejeros. ¿Aceptamos esto o preferimos la racionalidad en la compra?
¿Sabe el cliente lo que quiere? Se trate de nosotros mismos como consumidores o en nuestro rol profesional de asesorar a los clientes, la información y el conocimiento (como mencionaba) pero, sobre todo, la rapidez en satisfacer esa expectativa son claves en un mundo donde la fidelización ha pasado a la historia. Donde la inmediatez de lo digital se ha trasladado también a lo físico. La dispersión en el consumo (exceso de oferta) es una realidad y, por eso, intentar retener a un cliente resulta una quimera.
Nos hemos metidos solos en un mundo que consume más de lo que es capaz de adquirir, aprovechar, disfrutar y/o compartir. Nadie nos obliga a comprar y no se trata aquí de hacer un juicio de valor ético o moral sobre ello pero sí de comprender nuestra complejidad a la hora de entender el modus operandi que nos impulsa al consumo. Como titula el gran Joe Jackson en uno de sus mayores éxitos: “No puedes obtener lo que quieres (hasta no saber lo que quieres)”. La frustración también consume.