En su segunda acepción, la Real Academia Española, define salud, como el “conjunto de las condiciones físicas en que se encuentra un organismo en un momento determinado”. Si sumamos la tercera acepción, “libertad o bien público o particular de cada uno”, podemos amplificar, con la misma ayuda de la R.A.E., que la salud pública es el “conjunto de condiciones mínimas de salubridad de una población determinada, que los poderes públicos tienen la obligación de garantizar y proteger”. Aquí entran en conflicto la “libertad individual” y la “obligación de garantía y protección de los poderes públicos”. El debate puede ser amplio, largo y complejo: ¿están por encima los poderes públicos sobre la libertad individual? Y, ¿al revés?
Resulta que este Cisne Negro, esta excepción pandémica que aún vive con nosotros (aunque la sensación de “finalizada” esté en el inconsciente colectivo), agrega más leña al fuego cuando, antes, las posiciones podían ser encontradas dependiendo, vamos a llamarlo así, de la ideología de quien defendiera según qué postura. Por supuesto que estamos quienes defendemos la libertad individual y quienes defienden la intromisión del Estado en la vida de las personas. La realidad, tozuda sin miramientos, nos da una bofetada (sin ideas, ni ideologías) y nos muestra como aceptamos y confiamos en que la prioridad máxima, ahora mismo, siga siendo la salud pública. Si, así es, miles de personas desafiaron (y desafían) el bien general y, como si con ellos no fuera la cosa, actuaron (y actúan) individualmente de forma egoísta. Los que defendemos la libertad individual, comprendemos que la misma libertad implica responsabilidad y, hoy por hoy, prima el respeto (y la confianza) a lo que nos dicen que debemos hacer para preservar el bien común más preciado que tenemos los seres humanos: nuestra salud.
Seguimos con la ayuda de la R.A.E. para hablar de economía. Cuando ésta es sumergida, “la actividad se practica al margen de los cauces legales, sin aparecer en los registros fiscales ni estadísticos”. Si es planificada, “la mayoría de las decisiones se rigen por los planes periódicos de la autoridad central”. Si es dirigida, “el Gobierno fija los objetivos que han de alcanzar los agentes económicos y sus límites de actuación”. Si es de bienestar, “tiene como objetivo global extender a todos los sectores sociales los servicios y medios fundamentales para una vida digna”. Si es de mercado, “las decisiones tienden a obtener el mayor beneficio según los precios de la oferta y la demanda con un mínimo de regulación”. Por último, la economía mixta, en la que “parte de las decisiones se atienden a objetivos y límites impuestos por la autoridad central, adoptándose las restantes según los mecanismos de mercado”. Al final de cuentas, hablamos de una “ciencia que estudia los métodos más eficaces para satisfacer las necesidades humanas materiales, mediante el empleo de bienes escasos”. Estos bienes son los que forman parte de la riqueza de un individuo o un colectivo. Entiéndase por riqueza la abundancia donde no hay escasez, pobreza o carencia pero, en ningún caso, el concepto de adinerado, hacendado o acaudalado; el lujo, en una palabra.
Y, entonces, tenemos una pandemia en todo el mundo, donde en algunos lugares tiene más fuerza y efecto que en otros y nos muestra, problemas económicos, sociales y de salud mental que están comenzando a ser más “visibles” que en otros contextos pasados. Siendo realistas, veremos más…
Hoy, el debate sigue siendo (ya lejos de los focos mediáticos) qué es lo primero, la salud o la economía. Hasta hace nada, nadie dudaba en decir que la salud es lo primero pero, el coronavirus, nos ha hecho repensar la respuesta. Hoy vemos que, sin economía, millones de personas pueden perder sus puestos de trabajo, entrar en un estado de precariedad y que ello derive en situaciones individuales, grupales y societales profundas que terminen afectando a la salud física y mental.
Entramos en una nueva era de pensamiento donde deberemos contemplar “salud y economía”, desterrando el “salud o economía”. Seguro que será incómodo adaptarse a esta dualidad pero una no es sin la otra y viceversa. Como nos ilustrara Maslow, una persona que no tiene sus necesidades de seguridad satisfechas (un lugar donde vivir, una seguridad social, un trabajo, etc.), puede ver peligrar, incluso, sus necesidades fisiológicas (aquí entran en juego las carencias). La tristeza o la depresión (de la que poco se habla y afecta a millones de personas) son un cóctel explosivo si no se atiende lo digno que también implica tener una ocupación, un trabajo para cubrir lo más elemental en la vida de un ser humano.
Salud y economía. Gigantesco reto moral y ético de nuestra civilización en el que se requiere la madurez y el liderazgo en valores de los principales agentes sociales que toman decisiones pero que, también, requiere nuestra propia participación para comprender qué mundo queremos habitar con ese delicado equilibrio entre tener salud y tener una economía que permita mínimos estándares de calidad de vida. Puede que este sea un debate ya planteado pero nunca suficiente para que recordemos qué nos jugamos como especie: la libertad de elegir. ¿Estaremos a la altura?