Una de las dos hipótesis que existen sobre porqué el cerebro humano ha evolucionado como lo ha hecho, responde a la necesidad de manejar relaciones sociales cada vez más complejas y de coordinarse con otros. La otra tiene que ver con hacer frente a las exigencias del medio físico. La primera mencionada (llamada inteligencia social), está vinculada a la solución de problemas sociales; se trata de mantener al grupo unido. Dentro de éste, una persona puede tener una técnica necesaria para su subsistencia por aprendizaje social: la observación e imitación de los demás.

El psicólogo británico Nicholas Humphrey (Cambridge, 1943) nos ilustra: “En una sociedad compleja como las que existen en los primates, hay beneficios para los individuos tanto por preservar la estructura general del grupo como por explotar y manipular a los demás miembros”. Esta argumentación nos viene bien para introducirnos en la génesis de cómo hemos concebido las relaciones laborales desde el inicio de la era industrial y hasta nuestros días. Si llevamos tantas décadas investigando esto (y lo que queda), ¿cómo asimilamos la llegada de la inteligencia emocional?

Sigue el psicólogo: “Los primates sociales tienen que ser animales calculadores por exigencia de la propia naturaleza del sistema que ellos crean y mantienen”. ¿Nos sorprende esta hipótesis sobre nuestro cerebro y su evolución? Continúa el británico: “Tienen que ser capaces de calcular las consecuencias de sus propias acciones, la probable conducta de los otros, el balance de ventajas y pérdidas, y todo eso en un contexto donde la evidencia en la que se basan esos cálculos es efímera, ambigua y susceptible de cambios, entre otras razones por la propia conducta del individuo”.

Podríamos decir que una persona (con las licencias comparativas del caso) tiene que tener un nivel intelectual superior para ello. ¿Nos alcanza toda esta información para hablar de jefes y líderes? No. ¿Por qué? Porque debemos enfrentar, entonces, dos características sociales de los individuos: la manipulación y la inteligencia emocional. Nicolás Maquiavelo (1469-1527) nos legó el primer tratado político, “El príncipe”. Entre otras premisas: cómo un príncipe (según estaba organizada la Italia de aquella época) debía obtener el poder en todas sus casuísticas. La manipulación se hace presente.

Hasta que apareciera Inteligencia Emocional (1995) de Daniel Goleman, las personas éramos “segmentadas” según un coeficiente intelectual. Hoy, sabemos que no basta con tener esa inteligencia emocional como capacidad para incorporar sus claves: la autoconciencia, la confianza en uno mismo, la empatía y la gestión de nuestras emociones. Si no dominamos estas competencias poco podremos jactarnos de ser personas con inteligencia emocional. Puedo estudiar una carrera pero si no sé aplicar los conocimientos adecuadamente, mi profesionalidad estará en entredicho.

¿Es necesaria la figura del jefe en una empresa u organización? Por supuesto. No como la hemos conocido, en la gran mayoría de los casos: manipuladora y por subsistencia propia. Sí para adquirir unas competencias emocionales que le permitan gestionar grupos de trabajo. Cuando hablamos de equipos de trabajo que buscan la excelencia, la figura del líder es indispensable, sabiendo que éste tiene un recorrido que lo define por sus valores y aplicación (propia primero) de las habilidades de la inteligencia emocional. Es bueno que lo recordemos a la hora de diferenciar a un jefe de un líder.

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