1932. Un mundo feliz. Aldous Huxley. Pocas novelas futuristas, si nos permitimos la licencia, están tan cerca de convertirse, en un futuro no muy lejano, en una realidad que podría cambiar el concepto del ser humano tal cual lo hemos conocido hasta la fecha. Ficciones verdaderas al margen, ¿no estamos en la búsqueda de la felicidad constante? Pues, ¡a por ella! La digitalización que nos invade promete erradicar males que sólo nos traen insatisfacción, ansiedad, estrés y un largo etcétera de prejuicios, sesgos y enchufismos de los que siempre nos hemos jactado saberlo porque es así y punto.
¿Imaginaba, el escritor y filósofo británico, como su obra más famosa se convertiría en el presagio de un futuro incierto pero cada vez más orientado a un mundo tecnológicamente tan avanzado que pudiera cambiar la sociedad de forma radical? Fallecido en 1963, la respuesta quedará en eterna interrogación. Lo que no se empieza a cuestionar es como muchas personas, adoctrinadas por un sentido casi radical de dependencia digital, nos venden a diestra y siniestra como, por ejemplo, en el área de RR.HH., la digitalización acabará con sesgos a la hora de contratar o de promover un plan de carrera para una persona que supere cierta edad en la que los Beatles sean su último bastión de nostálgica revolución.
Releer este tipo de obras, invita a preguntarse si no nos estamos acercando lenta pero claramente hacia un futuro donde el sufrimiento (en general) quede desterrado de la memoria a cambio de perder libertades (¿nos tomamos en serio lo que está ocurriendo -y ocurrirá- con nuestra privacidad?) pero ganando una permanente felicidad. Seguramente, hoy por hoy, pensar en un escenario de estas características es osado y falto de realidad objetiva pero esas personas de más de 45 años que su horizonte profesional se cuestiona por costes laborales o no saber adaptarse a las nuevas modas que nos disfrazan como noveles herramientas ya inventadas, tendrán su salvación en la digitalización. En ella, no habrá sesgos de edad. Los algoritmos harán de forma objetiva su trabajo y, dentro de pronto, fluirá, como el maná, el trabajo para quienes han osado superar esa edad.
Entre las promesas de la digitalización en todos los ámbitos profesionales (una cosa son los beneficios propios de eliminar esas tareas que no aportan valor, intelecto y que, aunque quién realice esa rutinaria misión, no comprenda lo poco que le beneficia) y la era sensible en la que nos merecemos ser felices por que sí, ¿dónde hay lugar para los valores, para el esfuerzo, para la no intromisión cada vez más ambiciosa de los Estados en nuestras vidas? Sería deseable no confundir calidad de vida con esa cierta infantilización de querer mostrar (sobre todo en RR.SS.) un existir anhelado sin un sostén creíble detrás. Sería deseable observar la degradación de nuestras libertades ante nuevos moralismos que, en parte y gracias a la digitalización, están modificando patrones de hábitos donde la autocensura y lo políticamente correcto se han hecho hueco.
La tecnología debe “servirnos” y no “servirse” ella de nosotros. Con o sin fundamentos, en el imaginario colectivo, no son pocos quienes aventuran un futuro distópico. Con o sin fundamentos, Un mundo feliz sigue tan vigente como ese salvaje que, conociendo hacia donde ha ¿evolucionado? la sociedad, tiene nostalgia del “ser” humano.