Cuando hablamos de estar frente a un cliente, ya sea en ventas o en la atención de éste, hay un factor determinante que marca la diferencia entre la apatía y la simpatía: la pasión por lo que se hace. Vender no vende cualquiera y, en ambos casos, hay que vender. En el mundo de las ventas es mucho más notorio ya que, depender de los resultados, hace que quien no se divierta vendiendo, más temprano que tarde, se dedicará a otras tareas. En la atención al cliente, en una tienda, por ejemplo, los tiempos son muy distintos.
En mis formaciones, considero la honestidad intelectual de los asistentes algo clave. Lo pregunto y, un porcentaje importante, no suele gustar “vender” o la palabra “ventas”. Se sigue viendo como algo agresivo, desacreditado, de charlatanes o vende humo. La ignorancia es muy atrevida y cuando solicito argumentos, la debilidad de todos es abrumadora. Los formadores tenemos, comparativamente hablando, muy poco tiempo en las sesiones pero ¿qué ocurre (o no) en las empresas para cambiar este pensamiento?
Si, desde los responsables, no se trabaja esto, la antipatía a la palabra “vender” lleva, inexorablemente, a que quienes custodian nuestra imagen ante el cliente, no se tomen en serio que están allí para vender. A partir de aquí, viene cierta parte divertida de mi trabajo en las acciones formativas: contrarrestar todo tipo de excusas. Los formadores que, no sólo nos hemos preparado académicamente, sino que hemos hecho (con grandes aciertos y enormes errores) el trabajo de campo, sabemos latín y arameo.
He vendido excusas pero luego de muchísimos años de haber pateado polígonos industriales, comercios o domicilios particulares; haber trabajado con multinacionales y pymes; haber visto la soberbia y el ego cara a cara pero también el esfuerzo y la humildad. Después de todo esto, ya no vendo excusas. Hace mucho tiempo que no me engaño a mí mismo. Y esto es lo que me suelo encontrar cuando, en muchos casos, quienes están en la atención al cliente, tienen un doctorado en vender excusas.
Con criterio, firmeza y responsabilidad, invito a los asistentes a dejar las excusas de lado y comenzar a ser honestos con ellos mismos. Saber cómo gestionar estos momentos es clave dentro de la autoridad que me confieren los años de experiencia y, aún a costa de poder equivocarme (nadie se puede jactar de ser experto en personas), me gusta aplicar el pensamiento crítico y la creatividad para persuadir a los asistentes sobre las bondades y alegrías que implica la satisfacción de un cliente que acaba de cubrir sus necesidades.
Cuando tengo la oportunidad, me llevo a los participantes a alguna zona de la empresa para visualizar lo que está ocurriendo in situ; en el directo, en el aquí y ahora que están viviendo otros compañeros. Siempre que la operativa lo permite es un baño de realidad para quienes tienen la palabra “excusa” cayéndoseles de los labios. A partir de aquí, les planteo un juego basado en la confianza y en el respeto y es que comprendan que, para quienes hablamos los mismos códigos, las excusas son de mal perdedor.
No sólo porque lo pueda decir un formador con experiencia. Quién realmente nos juzga, sin contemplaciones, es el cliente. Éste huele, escucha y observa. En mercados maduros, quien agrega valor es el vendedor y sino conectas, seduces, conoces bien tu producto o servicio y no generas confianza, no hay venta. Si te lo tomas en serio, la venta puede ser muy divertida. Es bailar con el cliente. Es saber llevar el ritmo. Y esto se aprende con ganas, curiosidad, actitud, esfuerzo y pasión por lo que haces. Si no, pondrás excusas.