Se suele afirmar que la vida es como el teatro: una representación donde el drama y la comedia se fusionan sin pedir permiso, sin respetar las reglas que los seres humanos nos empecinamos en redactar. Eso mismo debió pensar Jean-Baptiste Poquelin, más conocido como Molière. Nacido en París, el 15 de enero de 1622, encontró su muerte un 17 de febrero de 1673, durante el mismo mes que estaba estrenado y protagonizando, El enfermo imaginario (Le malade imaginaire). Este dramaturgo, actor y poeta francés, está considerado uno de los más grandes escritores universales.
La enorme tarea de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC), dependiente del Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música (INAEM), nos permite acercarnos a obras significativas de nuestra historia cultural y humana. Durante esta pandemia, asistí, en el Teatro de la Comedia (Madrid), a la representación de la última obra de este ilustre francés, bajo la dirección y versión de Josep Maria Flotats quien también se pone en la piel de Argán, el enfermo imaginario, y sobre quien gira esta historia que comienza con aparentes tintes de drama para ir dejando paso a la comedia y en donde el amor tiene mucho que decir.
El reparto de actores es muy amplio, engranado y compacto según se desarrollan los actos. Anabel Alonso, en el personaje de Tonina, oficia de maestra de ceremonias con humor, ironía, complicidad entre los protagonistas (incluso con el público) y la sabiduría de quien sabe gestionar el egoísmo de Argán y los deseos de su hija Angélica (Belén Landaluce). La manipulación y el engaño constante en defensa de cumplir los sueños del amor. Tan antiguo, siempre presente, futuro garantizado.
Molière pone a la mujer en primer plano. En su época fue acusado de obscenidad por los temas que tocaba en alguna de sus obras (La escuela de las mujeres, por ejemplo) y de estar en contra de la religión. No olvidemos que estamos mediando el siglo XVII. También nos muestra los miserables anhelos de un hombre ignorante y egoísta. La moral, la ética, las costumbres y lo correcto e incorrecto, persiguen al ser humano desde siempre.
La magia del teatro nos permite observar con nuestros ojos, una obra que puede tener varias interpretaciones. Nuestros ojos de ahora no son los de entonces. El espejo sigue estando ahí y, el papel de la mujer, aún continúa con tintes cercanos a las vivencias de hace casi 350 años. ¿Qué hace que no haya todavía una integración honesta, transparente y se tenga que recurrir a leyes para imponer una igualdad? La imposición nunca es buena consejera. La libertad individual de las personas es el camino de la maduración y, el “no juzgar”, nuestra asignatura pendiente por excelencia.
La lectura de la historia, del ser humano, de las obras que nos dejan los grandes autores, nos permite comprender nuestra mirada personal, nuestra interpretación de unos hechos que, dependiendo nuestra emoción presente, nos aporta aquello que el teatro magníficamente nos devuelve y que nos muestra, aunque quede en nuestra retina más íntima, quiénes somos: seres que, dentro de sí mismos, estamos en permanente modificación. Incluso cuando hablamos de hipocondríacos.